Ni bien lo vimos llegar, lo supimos: caracol tenía gusano möbius, pero nos quedamos callados. Esas cosas no se dicen así nomás, y aunque caracol no nos importaba en absoluto, decidimos que pasara lo que pasara no debía enterarse.
Eso explicaba por qué estábamos solamente tres además de caracol, los otros no aparecieron. Usualmente las reuniones para el juego son bastante concurridas, al punto de no caber todos en la mesa; algunos participan de pie (los que tienen pies) y los que pueden flotar se mantienen suspendidos sobre nosotros, esquivando la lámpara que cuelga del cielo raso como un ahorcado repugnante (tenía que decirlo, es un espanto de lámpara), mientras dure el juego. Estaba claro que ellos, los más movedizos y veloces, lograron informarse a tiempo y prefirieron no asistir; aunque resultaba sumamente ridículo, porque el gusano möbius no es contagioso. Tampoco letal, aunque sus efectos son devastadores para el portador; es casi un irse despojando, descascarando anímicamente; no, es precisamente un irse desgajando hasta quedarse con lo mínimo, eso que ya no tiene nada debajo o detrás.
Los tres ya habíamos resuelto anticipadamente que esta vez dejaríamos ganar a caracol; no porque le tuviéramos compasión o algo semejante, era simplemente por un mero sentido del equilibrio; consideramos fundamental que ninguno de nosotros prevalezca sobre los demás, solo así cada una de nuestras vidas es posible. Luego de mirarlo y descubrir oscuramente que tenía gusano möbius, comprendimos que dejarlo ganar iba a servirnos para el propósito que acabábamos de imponernos: que no se enterara de su padecimiento. Era bastante sencillo, caracol nunca ha entendido el juego; lo único que teníamos que hacer era decirle “qué bien, caracol, hoy estás muy inteligente”, y él nos creería y se pondría feliz, aunque ya dijimos que no nos interesaba que se sintiera feliz; equilibrio, todo se trataba del equilibrio. De todos modos siempre hemos tenido marcadas las cartas, así que, aun siendo innecesario, nos encargaríamos de que le tocaran las mejores.
Llevamos bien grabadas las informaciones de los diarios sobre el gusano möbius: “… tiene forma de aro y es aplanado. No entra propiamente en la clasificación de los parásitos, pues no se beneficia dentro del organismo invadido: no se alimenta, no busca reproducirse, y sus efectos no duran más de unas horas…”. También nos sabemos de memoria algunos pasajes del poema que le dedicara Ebelio Saint-Pretel: “es un engaño en el espacio / no tiene adentro / no tiene afuera / el cuerpo imposible / una circunferencia en tres dimensiones con un solo lado / un lado solo / una sola cara para el mundo”. Lo sabemos de memoria por lo estúpido que nos parece; humor no nos falta.
Empezamos a jugar.
Ya el de mi derecha se había mandado algunas indiscreciones. En un momento hasta llegó a decirle: “Y, caracol, ¿no te sientes un poco acalorado?”. Yo buenamente le metí una patada por debajo de la mesa. El de la izquierda solo lo miraba y trataba de establecer el momento preciso de alguno de los despojos, yo simplemente me puse a carraspear para llamar su atención, pero comenzó a mirarme a mí con la misma cara de tarado. “¿Qué te parece si nos concentramos un poco en el juego?”, le solté, y dejó de andar hecho el analítico.
Le tocaba por fin a caracol. Viré la carta y era el 8 de trébol.
Diestro, Siniestro y yo no pudimos hacer más que mirarnos algo confundidos (he decidido llamarlos así para que el relato sea más sencillo, los nombres no nos importan demasiado; en lo que a nosotros respecta, podríamos muy bien llamarnos igual, incluso el nombre caracol no nos molesta mucho). La carta no debía ser el 8 de trébol, la marca era la del as de espadas. Caracol nos observaba un poco anhelante, así que nos tragamos la saliva y le dijimos: “visi man, caracol, estás de suerte”.
Todo hubiera ido de maravilla si no fuera porque en los turnos siguientes las cartas que esperábamos no salieron. A Siniestro le tocaron todas las más valiosas; y a mí a Diestro, las más altas; y aunque ya lo teníamos bien convencido a caracol de que llevaba la delantera con los puntos, cada vez que yo volteaba la siguiente no hacíamos más que mirarnos con el mismo gesto ridículo, como si estuviéramos cada uno frente a un espejo de desconcierto. Entonces ocurrió lo peor.
La tos de caracol se inició despacio, no nos produjo ninguna distracción, pero poco a poco fue tomando cuerpo, subió en intensidad y nos pusimos nerviosos; afortunadamente no duró más de dos minutos. El último estallido brotó de su boca babosa y al menos yo pude recuperarme, pero cuando quise verificar que los otros estaban igual de aliviados, Siniestro ya no estaba.
“Desertó”, pensé, “desertó el muy cobarde”. Creo que la lámpara colgaba más horrible que nunca.
Ahora estábamos dos, además de caracol, y empezamos a sospechar el uno del otro. Yo le metí otro puntapié por debajo de la mesa solo para que no se le ocurriera nada fuera de lugar. A caracol le chorreaban unas gotazas de sudor mezcladas con su propia baba; él no nos provocaba una pizca de simpatía, pero nos sentimos incómodos, por eso decidimos que ya era la hora de terminar el juego y proclamarlo campeón.
Volteé la carta, y estaba vacía, la mesa estaba vacía, el cuarto estaba vacío; solo estábamos yo y caracol.
Ya el gusano möbius había descargado toda su malicia; lo único que nos quedaba era empezar de nuevo.